viernes, 20 de marzo de 2009

Licántropo vs. Vampira

Licántropo vs. Vampira


Anoche volví a verle, era el hombre más astuto del mundo, su fuerza física y sus reflejos me dejaban perpleja. Me volvió a salvar la vida, otra vez. Teníamos una relación extraña, ante todos... le escupía cuando me hablaba y desechaba todo pensamiento hermoso hacia él. En verdad nunca fui humilde y que él tuviera tanta fortaleza como yo y,... que incluso me superase... era algo que me hacía sentir rencor. Repulsión, envidia. Todo era mostrado en esas situaciones en las que me salvaba, sabiendo que yo no se lo agradecería nunca. Sabiendo que seguía siendo su dueña y que, humilde y agradecido, sus ojos se sometían ante mi voluntad.

Cayeron tres noches antes de que el cielo cegara el mundo.
Y ahí estabas tú.

Desnudo frente a mi cama, deshice mil pensamientos en un segundo.
Estabas ansioso, tanteabas mis movimientos, si hubiera pasado un instante más... habrías saltado sobre mí.

Me provocabas una irrefrenable excitación.
No tenía duda, quería tenerte entre mis piernas. Te miraba altiva, como hacía siempre. Escrutaba tu cuerpo, esculpido en mármol, tus músculos, nerviosos se tensaban. Agarrabas la sabana mirándome fiero. Tu mirada era oscura, mortal. Nunca tuviste un rostro suave, esta noche parecías el ángel de la muerte que venía a ejecutar su venganza. Temí el abismo de tus ojos. Temblé ante la consciencia de mis propios actos. ¿Qué me harías? ¿Cuan duro sería mi castigo? Pero firme caminé hacia ti, sin doblegarme.


Me gruñiste como advertencia y paré, si, admito que estoy asustada. Temerosa ante tu presencia. Pero en cierto modo mi propio orgullo me impide dar media vuelta.
El orgullo siempre se interponía entre nosotros. Cada vez... cada hora... cada intento...
El orgullo, el odio, el rencor, las vilezas de las pasadas horas, “Maior maiorem”, esa frase había crecido con nosotros. “Las enseñanzas de los mayores” Aquellas que habían calado en nosotros diciendo que éramos enemigos naturales, uno contra el otro. Eternamente separados.

Pero me negaba a que fuera así. Tu tacto era el único que quería sentir. Tus besos, tus embestidas.
Levanté un pié del suelo, lo posé etéreo. Después el otro.

-Ven a mí.

Tu voz... había cambiado, era firme y serena. El eco de tus palabras me atravesó. Gobernada por un instinto de complacencia me acerqué al borde de tu lecho. Extendí la mano impulsada por la incertidumbre puse todos mis sentidos en el tacto.
Antes de llegar a ti sentí el súbito calor que emanaba tu cuerpo, roce tu piel.
Mi mirada, en la que asomaba un punto de intriga, me delató.
-Dime amor mío, ¿Qué sucede? Me preguntaste. De nuevo con esa tempestuosa voz, que junto con el almizcle del aire me hacía sentir mareada, seducida inconsciente de mis propios actos, embrujada por algún conjuro extraño.
Alcé la vista, estabas más cerca de mí. Con la otra pierna doblada, tus brazos habían soltado la sábana y apresaron los míos con la misma firmeza con la que blandes la espada. Seguí tus brazos con la mirada, olvidé tu cuello por completo y me paré en tu mirada, tan limpia y sincera, todo el rastro salvaje había desaparecido, si no fuera porque seguías siendo un animal salvaje semidomesticado bajo mi mando, desnudo, atractivo, poderoso y eficaz máquina de matar. Tan asustadizo conmigo como firme.

- Me sorprendió que no fuera tan áspera como la de un guerrero.

Tu rostro estaba tan cerca del mío que sentí tu aliento rozar mis labios al hablar.

- ¿Sigues queriendo hacer esto? ¿Estar conmigo?

Te amaba pero seguía teniendo miedo, miedo de todo, de ti, de mí, de la caída de un castillo de naipes mal formado. De llorar tu muerte por la mañana de un desgarrador día que ambos sabíamos que llegaría en algún momento no muy lejano.

Con temor en el rostro zarandeándolo de un lado a otro y con medio suspiro entrecortado te respondo...


- Si, estoy contigo.

No hubo falta decir más. Agarraste mis vestiduras y me despojaste de ellas. Una a una las armas de guerrero, el cuero de la armadura...

Lo último que cayó fue la camisa de lino blanca. Qué salió volando en un fuerte viento del este que abrió la ventana, dejando una vista de espectacular de la noche.
El abrir de la ventana por viento nos hubo sobresaltado, ante el pavor de vernos acorralados por un enemigo en común, lo llamábamos: el resto del mundo.

Sentí tu mano, tan sucia por el duro trabajo que me manchó el rostro al agarrarme. Me obligaste a mirarte nuevamente. Y tras sonreír un instante alzaste tus labios contra los míos. Me apresaste con tus labios devorándome en una ardiente danza de lenguas. Abría con amplitud mi boca, llevada por el deseo y el apetito voraz que me enloquecía.
Tan solo deseaba sentir nuevamente tus mullidos labios. Y te los mordí sin poder evitarlo, durante un segundo me cegó la pasión. Rápido me liberaste de aquella locura separándome de ti.
Pero quería más. Toqué tu rostro áspero cubierto por una barba, no pude morderte el cuello, ni siquiera era suculento, no era como a los otros... no quería alimentarme de ti, era... diferente. Sólo me interesaba besarte.
Regué con besos suaves y lentos, apasionados y salvajes todo tu pecho. Lamí tu abdomen, saboreando tu mismo sudor. Dejando un rastro de húmedos lametones, abría la boca sacaba mi lengua y te lamía notando toda tu musculatura. Saboreando cada segundo tu cuerpo. Una mezcla de suciedad y sudor, pero qué importaba el amargor. Más dulce era tu boca. Subí de nuevo y pedí mi néctar, en un profundo beso sentí mi lengua con la tuya de nuevo, y en un segundo me alzaste con tu fuerza, noté tus manos en mis posaderas, apretabas una y la otra deleitándote con mi carne. Me posaste sobre ti.
Abriste mis muslos y me coloqué encima de tu cadera. Sentía tu poderosa erección. Ese bulto que me tocaba, ardía entre mis piernas. Comencé a rozarme contra él, provocándote. No paraba de mirar tu rostro, te mordías el labio, jadeabas ansioso, levantabas los brazos sin saber qué hacer con la locura que venía. Sólo deseabas entra en mí. Me sentía húmeda y notaba cómo mi corazón cabalgaba cientos de veces por segundo, regaban mis venas mi poder...mis ojos cambiaron, no lo podía controlar, quería entrar en éxtasis, te quería a ti.
Quería que me penetraras ya. No aguantaste más, me acercaste a ti, metiste tu mano en mi entrepierna, mojándote nos lubricaste a los dos. Y sentí cómo entrabas en mí.
Al principio costó, tu miembro estaba más hinchado de lo normal, la punta entró en mí con facilidad sin ningún esfuerzo, tanto que pensé en que fuera de otra condición. Pero empujaste dentro de mí aquel varonil instrumento. Y me abriste más de lo que podía. Me dolió e hinqué mis uñas en tu pecho. Y gruñiste rabioso, empujaste más fuerte.
Ya habías hundido tu espada en mí.
Cabalgaría sobre ti y que te hundirías dentro, muy profundo.
Fue brutal, sentir el calor de tu cuerpo, el latir de tu corazón, las envestidas más frecuentes ¡más fuertes!, más salvajes y simples sin adornos ni caricias, solo envestidas de un salvaje licántropo. Me dolía el tamaño de tu miembro entrando cada vez más fuerte en mí, hasta que sobrepasé el límite de dolor y sólo sentía placer. Llegabas más dentro de lo que nadie hizo nunca, complacías todo mi cuerpo.
El calor que entraba un vez y otra dentro de mi me hacia lujuriosa y voraz.
Quería más, mucho más. Una y otra vez, más fuerte, apretando, estrujando las paredes de mi vagina te hacía tensar todo tu hercúleo cuerpo.
Mi cadera hacía círculos subiendo y bajando me inclinaba, y girando y retorciendo hacía casi imposible no llegar.
Después de torturarnos el uno al otro con amagos y ráfagas de placer, de esas que hace que tu cuerpo se encoja y pida más y más, llegamos al clímax.
Nuestros pechos se hinchaban a la vez por respiraciones agitadas, un segundo después golpeaste la envestida final, donde tu cuerpo y el mío estallaron en un desequilibrio sexual, el culmen del acto llegó.

Si, lo haríamos toda la noche... me levanté con las piernas temblando, muy despacio sintiendo de nuevo cómo salías de mí.

Me alejé estando apenas sostenida por mis muslos de rodillas. Te miraba sonriente, mordiendo mis propios labios por el placer de haberte sentido dentro.
No te quedaste quieto, en el último momento me habías soltado, apartado la vista de mí, mirando al techo y extendido los brazos en cruz, perdido por el placer. Me sonreíste amplia y sinceramente. Y tan rápido como alzaste la cabeza te lanzaste hacia mí con una agilidad desafiante, me llenaste la boca de besos.
-Si ni siquiera...
-Tchs... Me callaste metiendo tu lengua en mi boca mientras quería hablarte. Lamiste mi lengua y te apoderaste de mi boca. Te giraste mientras mirabas mi cuerpo, era blanquecino y frío, aunque a tu lado se volviera caliente y ansioso, era un arma de matar, ambos teníamos las manos manchadas de sangre... Un juego entre cazadores. Rodeaste mi cuerpo con tu brazo derecho, tu fuerte mano apresó mi pecho, apretándolo una y otra vez, mis pezones endurecidos ardían. Jugaste con ellos. Restregaste contra mi cuerpo el tuyo, sentí tu fuerza atropellándome, el vello de tu pecho en mi espalda, pero no tu cadera, eso aún no. Respirabas tras de mí y tu aliento me acongojaba, chocaba en mi nuca y cuanto más te acercabas más cerca lo sentía. Con tu cabeza empujabas la mía, apartabas mi cabello y volvías a provocarme oliendo mi piel. Todo mi aroma te endulzaba. Tus manos saciaban su apetito con mi cuerpo, navegando por él a placer. Apretabas mi trasero, te hundías en mis más profundas intimidades o como en este mismo instante, hacías de sujetador para mis pechos, trayéndome hasta ti de golpe. Suculento. Y haciéndome sentir el bulto de tu entre pierna, hinchado, portentoso, en mi trasero. Tus manos que se quedaron quietas yendo hacia la espalda me empujaron súbitamente contra la cama. Tú viniste detrás. Apresándome sin dejar brisa alguna entre nuestros cuerpos. Mordiste varias veces mi hombro, era señal de dominación. Aunque no me gustaba me hacía sentir bien bajo tu mano. Abrí las piernas y me penetraste.
Entraste en mí y empujabas, subiéndome cada vez más arriba de la cama. Con tanta fuerza que me volvió ha doler. Mientras escuchaba cómo tu respiración se agitaba, mi pecho oprimido contra las sábanas, tu mano en uno guardándolo celosamente, y la otra en mi hombro procurando mantenerme quieta, mientras desahogabas tus primitivos instintos.
Desde los pies de la cama hasta la misma almohada me llevaste a golpes, notando tu cuerpo y el mío tan unidos que se cortaba mi respiración. Levanté mi cadera dejando mi trasero curvo y lo aprovechaste penetrándome aún más adentro. Libertaste mi hombro y descendiste apretando con fuerza y mintiendo mi cuerpo para frotar mi sexo por fuera mientras seguías dentro de mí. Alzaba el rostro para respirar sintiendo tus mordiscos en mi espalda, en una mezcla de dolor agudo e intenso placer. Apoyé mi mano siniestra contra la pared y comencé a buscar también la fuerza para empujar hacia mi amado.
Los orgasmos se sucedían uno al otro, la mayoría de veces ambos llegábamos a la vez. Conté hasta seis, después, dejé de contar. Sus abrazos seguían siendo tan intensos que me sentía segura. Sus brazos tan fuertes. Su mirada tan arrebatadora. Sus sentimientos tan sinceros... tan seguro de sí mismo... tan salvaje y primitivo, que no podía dejar de sentirme húmeda ni de cabalgarle.


Musa.

1 comentario:

Risrrz dijo...

Me encana, no vi el final..pero ¡¡uff!! Eres sublime querida mía...

¡¡Si esque eres mi DIOSA!!

=) sigue escribiendo bella Musa.